Es necesario combatir y acabar con la idea de que las religiones tienen una naturaleza intrínsecamente terrorista, pese a las tiranías institucionales de muchos grupos religiosos.
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Luego de las recientes tragedias terroristas en Francia, el mundo se sintió otra vez obligado a tomar posición respecto de las problemáticas relaciones entre moral y religión. Este debate en Occidente es antiguo. Después del lamentable Viernes 13 en París, asistimos al relanzamiento de posturas tradicionales que, en el transcurso de los siglos y contextos, cambiaron más en número de adeptos que en contenido.
Actualmente, por ejemplo, una minoría religiosa aprueba las guerras religiosas, mientras que una mayoria religiosa aplastante rechaza las guerras religiosas y, por otro lado, parte significativa de los ateos y agnósticos encaran la violencia “religiosa” ─ en este caso, el terrorismo “islámico”─ como prueba cabal de que las religiones son necesariamente nocivas y deben ser de alguna manera evitadas o combatidas. Esta última posición se evidencia en formulaciones lamentables y peligrosísimas como la del ilustre sociólogo y activista gay Alípio de Sousa, quien las defendió con notoria pasión en un reciente texto publicado aquí mismo, en la Carta Potiguar. Leamos un párrafo que resalta el clima exagerado y perseguidor del artículo:
“En realidad, todo pensamiento religioso practica su “terror”, aterroriza el pensamiento, atemoriza el pensar de las personas, con sus imposiciones, exigencias. Y, por esta razón, no es de extrañar que un buen número de aquellos que adoptan creencias religiosas piense la vida y el mundo de una manera dogmática, autoritaria, intransigente y ejerza su “terrorismo” ideológico sobre los otros. Con el objetivo de imponer sus visiones, sin admitir cuestionamientos. En mayor o menor medida, todas las religiones practican [sic] su terrorismo particular sobre sus propios miembros e intentan hacer lo mismo con todos los demás que no las acogen. Como dirían los más jóvenes actualmente, “infunden el terror” para imponer sus convicciones, sus dogmas, sus creencias arbitrarias”.
Es de esperarse que muchos ateos y agnósticos tomen las locuras de los fanáticos dichos islámicos como argumento decisivo para cristalizar la antipatía previa que nutren por las religiones, así como muchos occidentales creen encontrar motivos razonables para volverse cada vez más prejuiciados y hostiles con los pueblos árabes, (atención: ¡ ahora el turno es para los sirios!), genéricamente asociados al fanatismo y al exterminio de la diversidad. Pero debemos recordar que los mundos intelectual y periodístico no se pueden permitir el lujo de dejarse llevar por los raciocinios apresurados y justicieros, ni tampoco por el sentimentalismo que las personas tienden a manifestar en momentos de tristeza y conmoción. Son cosas peligrosísimas, porque el odio y la desconfianza gobiernan la mayoría de las personas en horas difíciles, aunque intenten cubrir sus emociones más personales y apasionadas con el manto de la llamada “ciencia”.
La reflexión de los formadores de opinión debe basarse en rigores analíticos, no en pobres reduccionismos tipificados. Es en ese sentido que escribí este artículo: pretendo presentar diversas razones para que las personas no caigan en la tentación primaria de identificar, de manera absolutista e irresponsable, religiosidad con fanatismo y tiranía, y en consecuencia, ateísmo como necesariamente un camino de relativismo y aceptación del otro. Es deber de los académicos (y es donde nos diferenciamos de los militantes más eufóricos, cabe resaltar) evitar esta clase de polarización grosera y equivocada.
Antes de avanzar en las aguas más sutiles, comenzaremos recordando de dos verdades históricas concretas e irrefutables: 1) Ni todo religioso adopta el terror como método de expresión de su fe (es lo que vemos en Gandhi, Jesús Cristo, Dalai Lama y muchos religiosos contemporáneos. Vale recordar que los grandes pensadores, en general, no se muestran violentos o intolerantes, por el contrario, pacíficos y argumentativos), aunque muchas instituciones religiosas lo hayan hecho; 2) Grupos políticos y gobiernos ateos y gnósticos cometieron atrocidades tan terribles como cualquier organización fanática de carácter religioso (basta recordar los asesinatos y torturas cometidos por los regímenes soviético, chino y grupos terroristas de derecha o de izquierda en nuestra perturbada América Latina, sin olvidar toda la sangre derramada por las bombas y guillotinas “revolucionarias” en Europa).
Es además cómodo, para muchos, reducir la religión a la creencia irracional, y la ciencia a los rigores racionales de carácter cognitivo más avanzado. Es un modelo, si no gestado, al menos calcificado por el iluminismo europeo, cuyas bases epistémicas, hoy en parte anacrónicas, hace tiempo merecen ser revisadas. El punto fuerte del proyecto iluminista es reconocer que creer por creer es menos inteligente que creer porque comprobamos racionalmente, y así, hacer la crítica bienvenida de los dogmas religiosos. Sus puntos flacos son confundir la experiencia mística y el trans-histórico espíritu religioso humano con las manifestaciones religiosas menos admirables, a saber, buena parte de las llamadas “grandes religiones” institucionales, colonizadoras y teocráticas de los últimos siglos. No es por acaso que en el diccionario racionalista moderno, preste atención, la palabra “religión” adquiere un sentido de dogma, de fe por la pura fe (en suma: estupidez, “opio”), de subjetivismo incurable, en oposición a la libertad racional de la ciencia, presentada como única o mejor opción de autonomía cognitiva.
No se puede negar que las religiones dominantes ayudaron mucho a reforzar la idea de que son fanáticas, dogmáticas y violentas ─ recordemos la historia coercitiva y sanguinaria del catolicismo romano y entenderemos cuánta razón tienen los defensores del Estados laico en ese punto ─. Pero también es verdad que ideologías en nada religiosas, explicitamente ateas o agnósticas, practicaron autoritarismos y obscurantismos intelectuales de los más diversos tipos. ¿Qué decir del culto metafísico al Lenín momificado?, ¿qué decir de los libros prohibidos por los regímenes “marxistas”?, ¿qué decir del tendencioso adoctrinamiento “laico” en la China actual?, ¿qué decir de las opresiones chinas contra los tibetanos? Negar esos hechos es desconocer la historia moderna. Negar eso es actuar por pura fe. Negar eso es desconocer las diversas expresiones del “terrorismo de Estado” (muchas veces “laico”). Negar hechos como eses, en fin, es desconocer que el problema del terror (simbólico o físico) no es la religiosidad en sí, sino el fanatismo moral de cualquier tipo, sea este político, sexual, cultural, científico, místico, económico, estético, etc.
¡Qué idea inmadura esa de definir la religión como mero terreno de creencia! Hasta parece que no existe misticismo independiente de dogmas. Hasta parece que hay fronteras siempre mucho más claras entre razón y fe. Hasta parece que el budismo no fue y continúa siendo filosófico. Hasta parece que ciertas sociedades esotéricas no desenvolvieron postulados científicos de grande valor para la humanidad. Hasta parece que la experiencia mística no puede llevar a la objetividad intuitiva. Hasta parece que gigantes como Einstein, Víctor Hugo, da Vinci, Goethe, Sócrates, Virilio y el propio Michel Foucault no se asociaron a grupos religiosos durante toda o al menos parte de sus vidas intelectuales adultas sin que eso significase parálisis o contradicción inviable con la evolución de sus pensamientos metódicos y racionales. Solo las religiones menos desarrolladas desde el punto de vista intelectual se dejaron llevar por esa pura creencia dogmática anti-reflexión que los iluministas y neo-iluministas más ansiosos e desinformados pretenden depositar en la cuenta de todos los religiosos.
Además, los gobernantes no precisan ser ateos o agnósticos para saber respetar la diversidad humana y reconocer la ciudadanía plena de cualquier ciudadano, independiente de sus orientaciones sexuales o culturales. No hay relación intrínseca entre no ser fanático y ser ateo; véase todo lo que ya se ha hecho de perverso bajo el pretexto de la ciencia y/o el ateísmo. ¿Qué sucedió con tantos homosexuales en la Cuba cristiana?, ¿fueron víctimas de taoístas, islamistas o ateos “revolucionarios”? ¿Fueron los budistas o los santeros que asesinaron prisioneros en la Guerra Civil española? No, fueron los anarquistas iconoclastas y los súbditos de Stalin.
El lector inteligente habrá de notar que no se trata aquí de atacar el áncora existencial de aquel que tiene una posición cosmológica diversa a la mía, como hacen los fanáticos religiosos y ahora “científicos” como el señor Alipio, cuando se aprovecha de una tragedia lamentable para tentar conducir irresponsablemente la opinión pública en contra de la vida religiosa en sí. Hediondo crimen intelectual comete este profesor de la UFRN. En crisis internacionales como esta, el papel del filósofo, el papel del periodista, el papel del sociólogo, el papel del científico, sea él ateo o no, no es de alimentar más odios y venganzas (¡dejemos eso para la Globo o CNN!), nuestro papel es pensarlas. Ahora, para eso es necesario destruir cualquier esencialismo teórico que atribuya a la religión una naturaleza violenta; en otras palabras, es necesario combatir y acabar con la idea de que las religiones tienen una naturaleza intrinsecamente terrorista, pese a las tiranías institucionales de muchos grupos religiosos.
Se trata de, sí, castigar todo y cualquier terrorista (sea árabe, chino o norteamericano, llámese musulmán, ateo o evangélico), pero también de deslegitimar toda la inquisición atea-agnóstica contra la vida religiosa en si misma, para que no cometamos dos crímenes injustos y anacrónicos contra las culturas humanas, con el pretexto de combatir cualquier especie de terrorismo: 1) Atribuir al misticismo en sí aquello que es del orden de agentes religiosos particulares; 2) Reforzar la ilusión de que la razón no puede volverse tan irracional y dogmática cuanto cualquier fe religiosa.
Es el fanatismo que lleva al terrorismo, no la religión. El fanatismo es el apego desequilibrado y autoritario a las propias ideas o sentimientos. ¿El mayor enemigo del siglo XXI prolifera más en el campo religioso? Tal vez, es bien posible. ¿Este prolifera también en las universidades, movimientos sociales y laboratorios? ¡Y cómo! El fanatismo no será derrotado por misiles y cruzadas anti-religiosas. El fanatismo es un problema ético que trasciende la religión. Y apenas como tal será comprendido y vencido. El terror no es religioso, sino fanático.